Con las manos en la tierra: Historias de mujeres huerteras

Fotografía: Cri Ananías

En la tierra están los recuerdos, las estaciones, los sabores, la comida que nos alimenta. Cada semilla guarda una historia y, en muchos casos, también una resistencia silenciosa. En este Día de la Tierra quisimos mirar hacia el suelo fértil -y a veces terco- para escuchar a quienes lo trabajan con las manos. Mujeres para las que cultivar es una forma de cuidar, de sanar y de habitar el mundo desde un lugar distinto, donde el tiempo se mueve a su propio ritmo y los días del calendario cobran otro significado.

Reunimos las voces de cuatro mujeres huerteras del norte, centro y sur de nuestro país Kate Farmer, en Paihuano, Valle del Elqui; Soledad Prieto, en la zona central, Valle del Aconcagua; y dos mujeres del equipo de Biodiversidad Alimentaria, Thamar Sepúlveda y Claudia Mellado, que hoy se encuentran rescatando semillas desde la Región de La Araucanía.

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Kate Farmer: Al ritmo de la agricultura elquina

Kate Farmer. Fotografía: Máximo Salvador.

En 2013, Kate Farmer llegó desde Winchester, Inglaterra, a la Región de Coquimbo. Venía a formarse en desarrollo personal, pero terminó enamorándose del Valle del Elqui por el vínculo que forjó con su naturaleza.

En un proyecto comunitario en Paihuano, le asignaron la tarea de mantener una huerta elquina, de esas heredadas por generaciones y regida por saberes del boca a boca en lugar de los libros. “Fue ahí donde empecé a fascinarme con la naturaleza. Encontré inspiración en ella porque me di cuenta que la agricultura es una creación única. Todos los días hay algo nuevo que crece o aparece”, recuerda.

Kate adoptó el estilo de vida de la agricultura familiar campesina, a vivir como una habitante más de la zona. Por varios años se desconectó de la tecnología, hasta que en la pandemia comenzó a compartir todo lo que había aprendido a través de redes sociales, para que otras personas también pudieran mirar con otros ojos su relación con el entorno. “Hay un tremendo movimiento sucediendo donde las personas están volviendo a sembrar y a cuestionar las formas de consumo. El cambio hacia lo regenerativo es palpable”, señala.

Hoy vive en una huerta que describe como privilegiada: tierra negra, sana, rebosante de vida y de nutrientes gracias al cuidado de sus antiguos dueños. Sin embargo, a pesar de las buenas condiciones, sabe que vive en un valle semidesértico donde la disponibilidad hídrica es limitada. “El valle de los porfiados”, dice entre risas. “La agricultura elquina es única. Es la naturaleza la que dirige tu vida y tus acciones. Uno debe saber escuchar y adaptarse”, explica, consciente de los desafíos climáticos que presenta el territorio.

En 2022 creó su propio proyecto, donde produce, enseña a otras huerteras y comparte lo que ha aprendido. Su forma de ver la agricultura orgánica, cuenta, tiene que ver con “un trabajo armonioso de la tierra, pero también con su entorno y eso incluye la parte social como la comunidad, los vecinos, el estilo de vida y el día a día”.

“Tengo la filosofía de que la naturaleza le responde a uno dependiendo del vínculo que creamos con ella. Ya no me rigo tanto por los calendarios, ahora siembro cuando estoy de buen ánimo y cuando me siento bien, porque creo eso se traspasa a la planta”, profundiza.

Aunque viene de lejos y aún no pierde su marcado acento británico, Kate ya es parte del paisaje del valle. “Siento Paihuano como mi hogar, pero la verdad es que sigo siendo afuerina”, reconoce con humildad, aunque en su voz, en su huerta y en su forma de vivir, se escucha claramente el latido del valle.

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Soledad Prieto: Alimentar con sentido

Soledad Prieto

Antes de que su huerta existiera, Soledad ya soñaba con ella. Empezó como muchas otras mujeres huerteras: haciendo cursos de permacultura y compostaje, cultivando en el balcón de su departamento y acumulando conocimientos teóricos sin tener un terreno donde aplicarlos.

Vivió fuera del país varios años y cuando volvió a Chile, decidió restaurar una antigua casona familiar a los pies de la cordillera en el Valle del Aconcagua, junto a su hermano Agustín. “Me senté un día y dije necesito tener un restaurante y lo visualicé acá”. Con esa intuición, abrieron Casona el Resguardo y su restaurante Río Comedor de Montaña, para dar cobijo a quienes visitan Portillo y otros visitantes del valle.

La comida que ofrecían era típica y muy sencilla: carné al jugo con puré, carbonada, platos de legumbres. Cumplían con alimentar, pero Soledad sentía que faltaba algo en su propuesta. En lugar de traer productos desde lejos, decidió retomar sus conocimientos de agricultura y plantar una huerta que pudiera servir para abastecer al restaurante.

“Al principio lo estropeé muchas veces. Fue puro ensayo y error. Cada huerto es muy específico a las condiciones del lugar entonces hay que entender qué se planta y dónde. Los tomates que comemos en verano los sembré en julio. Hay que visualizar la temporada con anticipación, se requiere mucha organización”, cuenta.

Ya con la huerta funcionando, poco tardó en volverse adicta a ella. Empezó a participar de las comunidades huerteras, a ir a ferias a intercambiar semillas y a perfeccionarse con otras personas que llevan más tiempo en el oficio. Instaló riego, sumó gallinas, compost y bancales. Poco a poco fue entendiendo que la granja es mucho más que simplemente lo que se siembra y se cosecha. “Es un ecosistema circular, es alucinante ver lo perfecto que funciona”, agrega.

Cultiva decenas de variedades de tomates, frambuesas, zapallos, hortalizas, brócoli, arvejas, habas, porotos, solo por nombrar algunos. Cada estación le ofrece nuevas posibilidades, y cada insecto, incluso los que comen los brotes, le recuerda que todo cumple un rol: “Cada producto que cultivamos tiene una personalidad diferente. Es muy importante que sean orgánicos y no perder de vista la importancia que tiene cada bicho en la huerta. Es bonito pensarlo así, que somos parte de un equilibrio y de un sistema en el que todos tenemos derecho a existir”.

Hoy, casi la totalidad del producto que utilizan en la cocina de Río Comedor de Montaña proviene de su propio huerto orgánico o de otras producciones a escala dentro del Valle del Aconcagua.

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Thamar Sepúlveda y Claudia Mellado: La historia que cuentan las semillas

Claudia Mellado

Cada semilla cuenta una historia. No solo genética, también humana y espiritual. Bajo esa premisa es que la fundación Biodiversidad Alimentaria lleva más de 20 años trabajando en el rescate de semillas tradicionales a lo largo de todo el país.

Dos mujeres juegan un rol clave: Thamar Sepúlveda, agrónoma e investigadora y Claudia Mellado, huertera mapuche lafkenche que se encarga de la coordinación social de la fundación.

Thamar explica que “nuestro objetivo es multiplicar, conservar y difundir las semillas. No las guardamos ni las tenemos encerradas. Somos un lugar de paso para ellas, para que se multipliquen y se distribuyan”. Sin embargo, Biodiversidad Alimentaria no entrega semillas a cualquier persona, solo a aquellas que comprenden su valor cultural y espiritual. “Lo que nos importa es que sea gente que las cuide y las valore”, dice Claudia. 

Este respeto tiene raíces profundas en la cosmovisión mapuche. “Las semillas tienen memoria. Nuestras abuelas suelen decir que en ellas viven nuestros recuerdos, la gente que conocimos, los sabores y las vivencias de nuestros antepasados”, agrega. Según la tradición, las semillas permiten conectarse con seres espirituales, con el Ngen Fün. En ceremonias como el nguillatún o el machitún, se esparcen semillas porque ellas tienen la fuerza para establecer un vínculo con el otro plano y con los ancestros que viven en uno.

Desde esa mirada, han construido un trabajo riguroso. Cultivan semillas, las documentan, las fotografían y describen en fichas técnicas que protegen legalmente su existencia. Muchas de estas variedades no están registradas y, por lo tanto, son consideradas “ilegales” en el mercado. Documentarlas es una forma de defenderlas y eventualmente poder darle un estatus legal.

 

Biodiversidad Alimentaria promueve un conocimiento que se basa en la agricultura antigua, en aquella que respeta el entorno, que entiende los suelos y los ciclos. “Es un modelo que se centra en las semillas. Queremos promover y desarrollar prácticas pertenecientes a la agricultura ancestral milenaria que es la que da origen a la de los pueblos originarios”, afirma Claudia.

Hoy, sus semillas viajan de norte a sur, cruzan desiertos, ríos y montañas para volver a florecer en otras latitudes y en manos de otras huerteras. Son variedades vigorosas y resistentes, gracias a miles de años de evolución. “Están adaptadas a muchas condiciones, a diferencia de un híbrido. También hemos encontrado que tienen más contenido de antioxidantes, vitaminas, proteínas y minerales”, profundiza Thamar.

Para estas mujeres, sembrar es un ritual sagrado y un acto de memoria, un homenaje a la tierra y a sus madres y abuelas que las han cuidado a lo largo de su historia.

 

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