¿Por qué no se habla más de Cora Bistró? A poco más de tres años de su apertura, podemos afirmar, sin aspavientos, que el restaurante del chef Manuel Balmaceda sigue siendo uno de los lugares donde mejor se come en Santiago. Sin necesidad de cambios de carta anunciados con megáfono ni eventos rimbombantes, este elegante comedor de Providencia continúa afinando su propuesta de cocina chilena reimaginada en formato fine dining.
Ubicado en un local pequeño y sobrio, en el 14 de la calle Monseñor Félix Cabrera, a pasos de Av. Pedro de Valdivia, es uno de esos lugares que desde fuera no llaman la atención. En su interior, sin embargo, el panorama cambia. Cuadros de artistas nacionales que van rotando decoran una sala con una vibra única, donde se mezclan comensales de todas las edades. Parejas, grupos de amigos y extranjeros que parecen tener como único factor común las ganas de comer bien.
Desde el año pasado realizan un ciclo de cenas llamado “La Mesa de Chile”, en el que invitan a cocineros de distintas regiones del país a mostrar la cocina local de sus territorios. La primera edición estuvo dedicada a Chiloé, luego siguieron Atacama, O’Higgins y Maule. La próxima será Ovalle, con la participación del chef Juan José Juliá, de Fuente Toscana.
“Estos eventos son parte de nuestra inquietud por seguir entendiendo qué es realmente la cocina chilena”, comenta Manuel.
La carta ya comienza a mostrar los primeros cambios de productos que trae la primavera. No es una cocina totalmente de mercado, pero sí una donde la temporada marca con claridad las directrices. Como ha sido la tónica desde su apertura, Cora mantiene una carta acotada y rotativa, con cinco entradas, cinco fondos y dos opciones de postre.
En cuanto a los vinos, el formato sigue la misma lógica, con seis etiquetas por copa que van rotando semanalmente. En nuestra visita probamos vinos de productores como Reta, JP Martin, Baettig, Leo Erazo y Colectivo Mutante. Un gran trabajo de la jefa de sala, Macarena Soto-Aguilar, en la selección y servicio de vinos, complemento ideal para una cocina que tiene mucho que decir.
La experiencia comienza con los Mariscos de la semana ($16.000), que en este caso fueron ostras japonesas. Servidas con vinagre de manzana, granita de ají oro y jugo de maracuyá, acompañadas de achicoria chilota, salicornia y cilantro. Un bocado fresco y adictivo, con un punto de acidez que complementa la salinidad del molusco, ideal para despertar el apetito.
Luego llega el Tiradito de bonito, mandarina y molle ($16.000). Aquí el molle se entiende como un todo: la pimienta rosada, la hoja -con la que se hace un aceite infusionado- y una vinagreta con jugo de mandarina y molle. El bonito, semicurado, se presenta con gel de ají oro, alcaparra frita, alga carola encurtida, eneldo, cilantro y capuchina. Destaca el entretenido juego de cítricos y aromáticos que logra el plato, así como el gran manejo de la pimienta rosa, un ingrediente complejo de manera por su intensidad, pero que aquí complementa de buena manera una pesca fresca a rabiar.
El siguiente paso es la Cebolla al rescoldo ($14.000), cocinada entre cenizas al horno antes de darle una pasada de ahumado en caliente. Se glasea con demiglace de cebolla y se sirve sobre una base de romesco, crutones de pan de masa madre, gel de aceto dulce, perifollo y eneldo. Todo cubierto con una espuma de queso maduro de oveja patagónica.
La cebolla, tan tierna que provoca acariciarla, revela un gran trabajo técnico. Lo del rescoldo no se queda en el enunciado: las notas ahumadas -casi quemadas- se dejan sentir en medio de un diálogo de sabores que tiene a la potente romesco como hilo conductor. Se agradece el uso del queso de oveja en lugar del habitual parmesano. Un plato para ponerse de pie y aplaudirlo.
Después llega el Pescado Curantero ($18.000), en este caso merluza austral servida sobre un milcao de papa bruja y papa yagana. El gran secreto está en la salsa, elaborada a partir de un caldo infusionado con huesos de costillar de cerdo, piure y cholga ahumada. Luego se reduce y se mezcla con jus de pollo, reuniendo todas las proteínas del curanto en un solo fondo, que se termina por montar con mantequilla. El plato se completa con arvejas chinas, espárrago triguero, choritos ahumados y un gel de vinagre de manzana chilota que aporta el contrapunto de acidez.
Una clase magistral de cómo traducir al fine dining sabores típicamente chilenos. Chilotes, en este caso. Un caldo profundo y equilibrado que baña una merluza en su punto. Se trata de una preparación perfeccionada gracias al know how adquirido en la versión chilota de su ciclo de cenas La Mesa de Chile. Habla de un cocinero que, pese a su talento y trayectoria, mantiene la curiosidad viva y no deja de aprender.
El recorrido continúa con el Chupe de jaiba y cochayuyo ($18.000). Chile en un plato. Un pino de cangrejo alguero, loco y cochayuyo, coronado con una espuma elaborada con los mismos ingredientes del chupe (queso, leche evaporada y pan), además de panko tostado con mantequilla clarificada y cochayuyo. Impecable armonía con el Pedro Ximénez de Colectivo Mutante. ¿Quién dijo que la cocina chilena no es sabrosa? Chapeau.
Seguimos con la Lengua y coliflor ($18.000), un clásico de la casa. Lengua de Osorno, proveniente de ganadería regenerativa, que se deja reposar un par de días en salmuera antes de cocinarse al vacío, sellarse y glasearse con una salsa que rescata sus propios jugos. Se sirve con puré de coliflor, pétalos de cebolla asada, arvejas y morchella. Una noble proteína tratada con el respeto que merece, llevada a su máxima expresión.
Finalmente, el cierre dulce llega con el Helado de chirimoya ($7.500), recién incorporado a la carta. Se presenta acompañado de chirimoya macerada en jugo de naranja y mandarina, con maracuyá, kumquat, granada, merengue con pistachos y un toque de cilantro. Un postre limpia-paladar, fresco, frutal y perfecto para cerrar la noche. Chirimoya para irse alegre.
Cora Bistró hoy se presenta como un restaurante maduro que ha mantenido un relato coherente a lo largo de los años. Sin buscar titulares ni apelar a modas pasajeras, ha cimentado su propia voz dentro de la cocina chilena contemporánea. Cada temporada, Manuel Balmaceda vuelve a mirar el territorio con nuevos ojos y traduce en sus platos su visión más personal del paisaje chileno.