Llegar a Ana María es como entrar en un lugar perdido en un tiempo pasado. La vieja casona ubicada en Club Hípico 476 guarda recuerdos que revelan su antigüedad: una polera de La Roja firmada por el retirado Milovan Mirosevic, botellas de vino con etiquetas desteñidas y bebidas con diseños que la generación Z no ha visto jamás.
El local se siente cálido, gracias a la madera de sus paredes, decoradas con fotografías de personajes que van desde Lucho Jara al reconocido chef francés Eric Ripert. El lugar es una institución por donde se le mire. Un bastión de lo casero, de la comida chilena de campo de antaño y de los procesos largos sin atajos.
Fundado por Ana María Zúñiga hace más de 40 años, comenzó como un local de venta de ostras que rápidamente se fue transformando en una picada donde la oriunda de Laja (región del Bío-Bío) cautivó a sus comensales con preparaciones de la cocina tradicional del campo chileno como la codorniz escabechada, que aún se mantiene en carta.
Junto a su esposo e hijo -ambos Agustín Romero-, sus hermanas Mireya y Javiera, además de todo el resto del equipo, continúan ofreciendo platos de cocción lenta, con aves exóticas y carnes de caza cuidadosamente seleccionadas, en preparaciones que tienen un marcado sello perfumado y una enjundia casera que es cada vez más difícil de encontrar.
Si escuchamos el discurso preponderante en la escena gastronómica actual encontraremos dos conceptos que se repiten casi como mantra a lo largo la mayoría de los grandes restaurantes: materia prima de calidad y producto local. Algo que hoy parece tan evidente, por muchos años no lo fue. En Ana María, sin embargo, siempre lo tuvieron claro y por eso han logrado sobrevivir a los incontables cambios societales que han habido desde que abrieron.
Agustín Romero (hijo) cuenta que si hay algo que no transan es la calidad de la materia prima. El cerdo que trabajan es de pequeños productores del sur. Las codornices vienen de Pomaire y no son de criadero, lo que les entrega un músculo más grande y una carne más tersa. Los conejos son criados especialmente para ellos y siguen una alimentación a base de pasto y zanahoria. El jabalí es de Curarrehue y solo está disponible cuando sus proveedores consiguen cazarlos.
“Es una red de proveedores que hemos ido construyendo de manera orgánica con los años. Si alguno de los productos que nos llega no cumple con las condiciones que pedimos, entonces no lo aceptamos”, explica.
En las Machas gratinadas ($17.000) de inmediato corroboramos sus palabras. De gran calibre, cocidas justo en su punto y con el queso mozzarella gratinado a la perfección. Llegan sobre una especie de bechamel hecha con el caldo y el callo de las mismas machas.
El plato favorito de la mayoría de sus comensales son los Locos con papas mayo ($26.900). Sin conservantes ni ablandadores, solo cuidado por los procesos. Le sacan la tripa, los limpian y los procesan desde cero ahí mismo. La textura del loco es suave pero con resistencia -en ningún momento se desarma- y tiene ese profundo sabor a caleta. La única persona del restaurante autorizada para hacer este plato es Agustín Romero padre, porque solo a él le quedan así.
De fondo un plato icónico del restaurante que los acompaña desde que abrieron es la Codorniz Escabechada ($18.000), servida en un caldo con zanahorias, cebollas y varias especias que le dan ese sello aromático que caracteriza al restaurante. Sugieren pedirlas acompañadas de arroz, para mezclarlo con los jugos del caldo.
Entrando a las carnes de caza nos encontramos con el Jabalí ($15.500), similar a un cerdo pero con más consistencia. La receta que utilizan tiene más de 20 años. Va con una salsa de finas hierbas, miel, jugo de naranja, cognac, triple sec, brandy, salvia y tomillo. También se le pone un toque de jengibre para el picor. Combina la grasa del animal con sabores dulces y especiados para entregar un plato único y atípico, que de alguna forma también se siente muy chileno. Ojo, que como se cocina el jabalí entero, te pueden tocar distintas partes del animal.
Otro imperdible es el Pato a la naranja (26.990), que llega también en una salsa a la naranja, bien condimentada que nuevamente nos habla de una cocina lenta, paciente y sin pretensiones. “Acá la gente viene a comer rico y punto”, señala Agustín.
Ana María permanece como un recordatorio de que la cocina tradicional chilena puede ser tan rica y compleja como cualquier otra. Una familia que ha logrado sostener sus sabores profundos, procesos pacientes y una red de afecto con sus clientes que, como todo buen plato, se cocina sin apuro.